martes, 25 de septiembre de 2012

FILOSOFÍA

El tiempo y la historia



Dicen que el tiempo lo cura todo. Efectivamente, los golpes duelen menos cuando solo se les recuerda. El paso del tiempo ayuda a olvidar y, al crear distancia, permite la reflexión pausada y sin pasiones. Pensar sobre el tiempo, sin embargo, nos cuestiona de inmediato. ¿Quién soy yo, el niño de la foto, el joven estudiante universitario, el padre conversando con su hijo, quien lee estas líneas? Si somos todos ellos, no somos ninguno en particular. Nos reconocemos entonces como entidades esencialmente temporales, cuyas identidades están íntimamente ligadas al proceso de sus vidas.

El tiempo involucra dos órdenes distintos. Por un lado, es el transcurrir del futuro al pasado por el presente. La propiedades temporales de las cosas cambian con el tiempo y lo que antes no era sino una posibilidad futura ahora es un hecho consumado para siempre. Más aún, el presente mismo, ese tránsito entre lo que no es todavía y lo que ya fue, se desvanece en un instante fugaz. Justamente, aquí, en el interior de la consciencia personal que se reconoce precaria e irreal, una nada entre dos nadas, encuentra San Agustín la necesidad de invocar una realidad inmutable, absoluta y fuera del tiempo para desvelar el sentido de nuestras vidas. Moderno, liberal y nihilista, Rousseau sustituirá a Dios por el sujeto y su honestidad consigo mismo.

Sabemos que el tiempo también está formado por otro orden, uno en el que las cosas no cambian sus propiedades temporales: lo que sucede después de tal o cual cosa estará siempre después de ella y nunca antes. Esto ha llevado a algunos pensadores a proponer que solamente el orden inalterable del antes y el después es real y que el orden cambiante del pasado, el efímero presente y el futuro no es más que una creación subjetiva, una estructura de nuestra percepción. La realidad, nos dicen, es un orden físico de cuatro dimensiones, la del tiempo y las tres del espacio, un orden inmutable donde hay un antes o un después pero nunca un ahora ni un mañana ni un ya fue.
Ciertamente es absurdo negar la realidad del tiempo para nosotros, personas humanas. Somos entidades constituidas temporalmente, con presente, pasado y futuro. Vivimos en el presente y nuestros futuros indeterminados contienen entidades y eventos que siendo posibles, nunca serán. El pasado, sin embargo, no admite de lo meramente posible. Todo en él está congelado, completo y acabado, fijo e incambiable. Por eso dice Aristóteles que el pasado es, en cierto sentido, necesario.
El pasado vive en el presente en cuanto lo determina causalmente. Y vive en nuestras consciencias cuando lo recordamos. La memoria de quienes fuimos es esencial para nuestra identidad porque somos tanto eso que fuimos como lo que somos ahora y lo que seremos. Recuperar esa identidad es recuperar una perspectiva fuera del tiempo, una visión desde el presente pero que asume como propios los intereses y los sentidos de quienes fuimos y quienes seremos.

Recuperar el pasado y cuidar del futuro no es tarea sencilla. Lo fácil, más bien, es dejarse atrapar por el presente. Cuando la historia se percibe como una narrativa definitiva, se están confundiendo las cosas. El pasado está cerrado y es lo que es en su absoluta determinación inapelable. Pero toda narrativa es abierta y equívoca. La historia la construimos y la revisamos conforme pasa el tiempo. Siempre es difícil reconocer nuestras específicas circunstancias presentes y abstraer de ellas. La historia que construimos es parte de cómo nos percibimos. No debemos permitir que los intereses y deseos del presente enturbien nuestra visión del pasado y obstaculicen el cuidado de nuestro futuro.

Vivir atrapado en el presente es, para los países, vivir sin instituciones y sin historia, para las personas, vivir sin sentido y sin principios, y para ambos, sin futuro, dejando que sean las coyunturas transitorias las que decidan por nosotros. Perderse en la historia es fácil, aun cuando no sea una mera proyección del presente. La historia está clausurada; en sí misma no impone nada. Cuidar nuestro futuro es mucho más difícil, porque nos obliga y limita. Supone actuar como si lo que seremos, aun en un tiempo muy distante, importara tanto como lo que somos ahora. A nosotros los peruanos el presente nos impone tantas obligaciones que es difícil atender a lo que no es inmediato. Si no lo hacemos, sin embargo, viviremos mal, poseídos por las taras del presente, refugiados en una historia que hemos diseñado para atender solamente a las necesidades del momento.

Al hablar de nuestra historia reciente es importante no perder de vista la perspectiva de las víctimas de la subversión terrorista y del abuso criminal que nos asoló por más de una década. Pero esta visión no debe excluir otras que son tan importantes como ella cuando pensamos en el país que deseamos construir en un futuro abierto, tanto cercano como distante. Muchos de los que murieron durante esos años no son ni solamente ni en primer lugar víctimas. Son quienes murieron defendiendo al país. Todos ellos son, antes que nada, nuestros mártires y muchos que no conocemos, nuestros héroes. Sus viudas y sus deudos deben tener un lugar de honor y reconocimiento en la vida del país.
Autor: Jorge Secada

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