martes, 25 de septiembre de 2012

FILOSOFÍA

La muerte y el sentido de la vida

¿Por qué nos importa tanto morir si, como dijo Epicuro, "cuando somos, la muerte no es y cuando la muerte es, no somos"? Una respuesta posible, aquella que el gran hedonista estaba contradiciendo con su mentada sentencia, es que la muerte es el umbral a otra vida, una vida eterna y definitiva. Pero esa no es la única respuesta posible. Para que la muerte deje de importarnos no basta con dejar de creer en una vida más allá de esta. La muerte importa porque la vida importa, y morir es dejar de vivir.

Muchas muertes son momentos de un proceso. Así, al morir una fiesta, se van los amigos pero nada se aniquila, nada desaparece radicalmente. Igual sucede con las vacas y las estrellas. En el mundo material todo se transforma y nada se pierde. Pasará la vaca, pero quedará la materia de la que estaba compuesta. La muerte que nos ocupa hoy, la muerte de las personas, no es así. Mientras que las cosas materiales se generan y se corrompen reordenando la materia, las personas nacen de la nada y, al morir, desaparecen. La muerte, vista desde la persona que muere, es dejar de ser para convertirse en nada, salvo, claro está, que estemos destinados a no morir cuando mueran nuestros cuerpos, y que lo que llamamos muerte no sea sino un tránsito a otra vida. Pero aun así, vista desde la perspectiva de quienes sobreviven a la persona que muere, su muerte es su desaparición radical.

Queda el cuerpo. Pero el cuerpo muerto no es la persona, ese mundo de creencias y deseos, de afectos, intenciones, sentidos (del humor y del absurdo, de las proporciones, común), sufrimientos y esperanzas. No amamos ni conversamos con un cuerpo sino con la persona que lo habita. Al morir la persona, cuidamos su cuerpo, lo vestimos y lo enterramos. Pero eso lo hacemos para nosotros. El muerto ya no está ahí. La muerte de una persona es la pérdida completa de todo lo que esa persona era. La muerte nos roba a todos. Por eso indignan y sublevan las muertes gratuitas, evitables, producto del fanatismo y otras pasiones viles, o del descuido o la incompetencia.

Decimos que las personas muertas siguen viviendo en nosotros y que nos acompañan. Las personas dejan huellas en quienes los rodean mientras viven. No nos referimos solamente a los recuerdos que podamos tener de ellas, sino a su presencia cuando están ausentes, a nuestra capacidad de reproducir a nuestros interlocutores íntimos o cercanos, de dialogar con ellos. Pero no es propia esa vida que tienen los muertos en los vivos.

¿Cuál es, entonces, el valor que tiene la vida que hace que tanto nos importe la muerte? Bernard Williams, el distinguido pensador inglés del siglo pasado, respondió a esta pregunta sosteniendo que el sentido de la vida, su valor, es el de un proyecto que se articula en la niñez, adolescencia y juventud, se despliega en la madurez, y finaliza en la vejez. La muerte es indeseable cuando trunca este proceso, pero cuando llega en el momento preciso es deseable. Para Williams, la inmortalidad personal es receta segura para el aburrimiento, la desazón, el sinsentido.

Las reflexiones de Williams, sin embargo, no consideran cabalmente todas las dimensiones de las vidas personales. Una existencia eterna, en un presente inagotable fuera del tiempo, donde la persona, ese mundo de creencias, deseos y pasiones, esté poseído por un objeto infinitamente significativo, a mí al menos no me impacta como indeseable o imposible con suficiente certeza como para rechazarla de plano. Tampoco es claro que haya que ver la vida como la ve Williams para encontrarle sentido. He conocido muchas personas de más de ochenta años que gozan de la vida sin vivirla ni haberla vivido como un proyecto.

Aquello de lo que gozamos cuando gozamos de la vida incluye centralmente la presencia de otras personas. Una muerte nos empobrece a todos. Le roba al muerto su vida misma, y nos roba a los que quedamos de una presencia invalorable e irremplazable. En algunos casos la pérdida es tal que la vida de quienes sobreviven pierde su sentido. Se aprende a vivir bien y la vida se goza en el tiempo, al desplegarse las actividades más significativas que la integran. Pero este despliegue de actividades no requiere ser parte de un proyecto que le dé unidad y estructura. La vida, como mucho de lo que la constituye, tiene valor en sí misma.

La vida y muerte de los pueblos es una abstracción cuando no se refiere exclusivamente a la vida y la muerte de las personas que los integran. Reconocer el sacrificio de quienes han muerto para que los peruanos podamos vivir, recordarlos y tenerlos presentes como ejemplos de civismo, contribuye a la riqueza de nuestra vida ciudadana. Frente a quienes invocan la justicia para excusar como un "error de cálculo" la muerte y el terror que nos impusieron, la mejor respuesta es ser justos con sus víctimas y con nuestros héroes, hacerles justicia en nuestra memoria y con nuestro futuro.

AUTOR: Jorge Secada.

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